El día en que me dejaste sola (aunque insistieras en acompañarme hasta el metro) quebró mi corazón por completo. Habría querido desaparecer de la faz de la tierra, navegar al fin del mundo en mi mar de lágrimas; pero correr entre edificios ya no tenía sentido si tú estabas en ellos, como te quedaste en todo lo que alguna vez tocamos. Que me acompañaras era innecesario si me habías abandonado dejándome en medio de la breve historia escrita, poniendo el punto final sin previo aviso. Dos meses y algo había sido suficiente tiempo para enamorarme absolutamente de ti, pero no me di cuenta hasta que me vi con las manos vacías y necesitando uno de esos besos tuyos que ahora me negabas con determinación.
Escapándoseme el entendimiento, el dolor exteriorizó lo peor del hombre en mí; la miseria, el hambre, la locura. Ese día rompiste la cerradura, y comí del fruto prohibido. Lo divino se había hecho profano, el amor había bajado a la tierra para mezclarse con nosotros (más conmigo que contigo); y lo profano se había tornado divino, tus innumerables defectos eternizados entonces como imperfectibles.
Todo lo humano pintado de pena, de vacío que ya ni tú llenas. Mi desnudez volcada por tu torpeza de hombre civilizado. Los benditos ángeles esparcidos maldiciendo al cielo.
La caja abierta y en el fondo una nueva semilla que plantar.
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